LOS FRANCOS

 

Igual que la aislada Aquis Granum (Aquisgran) (*), el territorio de los bárbaros francos quedaba apartado del activo mundo exterior. El reino se extendía, aproximadamente, entre los afluentes del gran Rin y el Loira. 

Dado que la vegetación silvestre invadía poco a poco las tierras de labor de épocas pasadas, dichos ríos servían de barrera fronteriza y de vía de comunicaciones. A falta de carreteras, la gente solía viajar por las aguas en pequeñas embarcaciones. Carlomagno podía armar un pequeño bote de mimbre y cuero, con una vela también de cuero, en las escarpaduras de los Alpes, y descender por los rápidos torrentes hasta el cauce del Rin y las posadas de piedra que habían sido acuartelamientos de las legiones romanas en la Colonia.

Hacia casi tres siglos que aquellas legiones habían desaparecido y, con ellas, el engranaje de poder del gran imperio, que se basaba en la presencia de ejércitos y colonos, en los códigos legales y en las activas arterias comerciales que se extendían hasta los confines del mundo conocido.

En Occidente, los antiguos conocimientos estaban agonizando. A diferencia de muchos otros pueblos bárbaros, los francos no habían conocido nunca el funcionamiento del imperio. 

En sus migraciones, los visigodos habían penetrado en sus fronteras hasta alcanzar su asentamiento definitivo en España y los ostrogodos se habían instalado en la propia Italia, donde les habían seguido los violentos lombardos.

Incluso los erráticos vándalos habían saltado, empujados por otros pueblos más belicosos, a las tranquilas ciudades romanas del norte de África.

En la isla vecina de Bretaña, los pueblos marineros -anglos, sajones y jutos- se habían incorporado a la moribunda vida urbana de los romanos.

Los francos, en cambio, no guardaban recuerdo de las maravillas de una civilización que había producido recaudadores de impuestos y carreras de carros.

Su nombre tal vez significara, originariamente, los Libres o los Feroces. Sus recuerdos como pueblo evocaban una vida difícil entre las brumas de la costa del Báltico. Su legendario rey, Meroveo -hijo del Mar-, había sido un jefe tribal que que gobernaba por consentimiento de los clanes, después de haber sido alzado sobre los escudos de los guerreros. 

Criados en los bosques, abriéndose paso a machetazos en batallas o cultivos desde los eriales del Báltico hacia tierras más benignas y fértiles, habían avanzado lentamente hasta las regiones próximas al Rin, donde se instalaron los austrasianos, y hacia el Sena, donde los neustrianos empezaron a trabajar las tierras.




Más tarde, unificados por el rey Clodoveo, o Clovis, habían obligado a los ya civilizados visigodos a retirarse más al sur de la Galia. 

Aislados en sus bosques, abandonados a sus propios medios, se dedicaron a obtener comida de la tierra para prevenir las hambrunas, cambiaron sus machetes por espadas más eficaces -un buen herrero era para ellos una especie de mago- y convirtieron sus caballos de labor en monturas de guerra, sus narradores de sagas en poetas cantores y sus reyes ancestrales en señores ambiciosos, de cortas vidas.

Más allá de la voluntad de sus reyes, seguían manteniendo las arraigadas tribales de libertad personal y el consejo de los guerreros. Una ciudad era una reunión de gente que construía cabañas. La civilización no tenía para ellos ningún significado tangible, salvo las ceremonias de las iglesias o los escasos libros de las Sagradas Escrituras que hablaban de un fabuloso jardín del Edén en algún lugar de Oriente y de los tormentos de los condenados.

Los objetos del mundo civilizado llegaban en cuentagotas hasta ellos en las alforjas de los comerciantes que vagaban al azar desde el mar Interior (Mediterráneo) con sus embarcaciones árabes o desde la remota Constantinopla, la ciudad de ensueño donde sobrevivía un emperador en un palacio de mármol, junto a un árbol de oro donde trinaban unos pájaros de piedras preciosas y sonaba la música de los órganos.

Sus antepasados tal vez se habían aventurado por las costas bálticas en embarcaciones de pesca, sino en naves dragón. De ellos quedaban vaguísimos recuerdos vinculados a la edad de oro merovingia, cuando la estructura del poder romano aún no se había reducido a meros esqueletos de acueductos, baños y teatros que ya nadie reparaba y cuya utilidad había caído en el olvido. 

Nada había aparecido para reemplazar el poder de los césares ausentes. Los muelles de puertos como el de Boulogne habían quedado desiertos e invadidos por la vegetación.

Los francos habían expandido sus territorios bajo líderes guerreros tan activos como Clovis y Dagoberto. 

Carlos Martel había despertado en ellos el gusto por la victoria. 

Pipino, el intrigante, actuaba con más cautela, evitando la batalla abierta y reforzando el vínculo con la sede de San Pedro. El monarca pretendía convertir el corazón del reino franco en un foco de autoridad entre las tierras fronterizas paganas y los centros de tenue cultura de Aquitania y Lombardía, y proclamó que quienes se instalaran en territorio de los francos procedentes de otras tierras podrían conservar sus propias leyes y no estarían sujetos a la ley de los francos.

Pero en esas otras tierras corría un refrán: "Ten a un franco por amigo, pero no por vecino".


Harold Lamb: CARLOMAGNO


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(*) La aldea próxima a los manantiales llevaba el antiguo nombre de Aquis Granum, que debía de haber significado "Agua Fecunda" entre sus habitantes.

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