EL ORIGEN DE LOS ETRUSCOS - LAS TESIS DE LOS HISTORIADORES MODERNOS

 En época moderna el problema ha resurgido primero a partir de los datos de la tradición antigua, y a continuación replanteándose sobre nuevas bases gracias a los avances logrados en los terrenos arqueológico y epigráfico.

Sobre esta cuestión se han enunciado numerosas teorías que pueden sintetizarse en tres sistemas fundamentales que hacen hincapié respectivamente en la procedencia oriental, en un origen septentrional y finalmente en la autoctonía.

La teoría que defiende un origen oriental de los etruscos es sin duda la que ha sido aceptada más universalmente. Sus partidarios (A. Piganiol y R. Bloch) centran sus argumentos fundamentalmente en los siguientes puntos:

 coincidencia entre las noticias literarias y la cultura de espíritu orientalizante que inundó Etruria entre los siglos VIII y VI a. C.; 

algunos aspectos de la civilización etrusca, sobre todo en el campo de la religión (revelación, prácticas adivinatorias), sólo pueden explicarse abogando por un origen oriental; 

relaciones lingüísticas y onomásticas entre el etrusco y algunas lenguas del ámbito egeo-anatólico, especialmente con la inscripción hallada en la isla de Lemnos y escrita en lengua pre-griega; 

finalmente, la identificación de los tirrenos o TYRSENOI con los Trs.w., uno de los llamados "Pueblos del mar" en las inscripciones de Karnak que conmemoraban la victoria egipcia sobre estos pueblos invasores.

En segundo lugar está la teoría denominada septentrional, es decir aquella que propugna una entrada de los etruscos en Italia por el norte a través de los Alpes. Esta teoría no tiene su origen en la antigüedad al contrario de las otras dos, sino que es producto de las elucubraciones eruditas del siglo XIX. Tuvo pocos seguidores en su momento y todavía menos en la actualidad.




Esta teoría busca también un punto de partida en la tradición literaria y cree encontrarlo en una frase de Tito Livio, cuando éste dice que los "pueblos alpinos, y en particular los retos, tienen el mismo origen que los etruscos".

A partir de aquí las partidarios de esta teoría acuden a los testimonios de otras disciplinas para encontrar apoyos que la avalen. Así, en el campo arqueológico defienden la llamada "reconstrucción pigoriniania" de la prehistoria de Italia propuesta por L. Pigorini, según la cual la cultura villanoviana, ss decir, aquella que previamente al orientalizarse se desarrolló en Etruria, deriva de las terramaras, cultura de la Edad del Bronce establecida en el valle del Po y que tiene sus antecedentes en los palafitos de los lagos alpinos y en definitiva en la Europa central.

En cuanto a las pruebas epigráficas y lingüísticas, abogan por la pertenencia de los etruscos al grupo étnico-lingüístico denominado reto-tirrénico (P. Kretschmer) demostrado por las propias inscripciones etruscas y por las encontradas en Recia (en latín Rhaetia o Raetia) (*), nombre antiguo de la región alpina, concluyendo en que el nombre de esta región y del pueblo que la habitaba (RETI) no son sino una derivación de RASENNA (el nombre que se daban a sí mismos etruscos).




La última teoría a considerar, la de la autoctonía, se diferencia de las anteriores en que no plantea el problema en términos de migración. Para su defensores (E. Meyer, U. Antonielli, G. Devoto) los etruscos representan una reliquia de los tiempos neolíticos. 

Su lengua es considerada la expresión de un estrato lingüístico anterior al indoeuropeo y afín por tanto a las lenguas del Egeo prehelénico y de Asia menor (estrato tirrénico, definido por F. Ribezzo).

Desde el punto de vista arqueológico, habría que identificarles con el estrato poblacional más antiguo, al cual se superpuso el estrato itálico, indoeuropeo, caracterizado por la práctica de la incineración de los muertos.

Ninguna de las tres teorías es perfecta, dejando muchos puntos sin explicación.

Así, la teoría oriental carece de cualquier fundamento arqueológico, pues la cultura orientalizante no es patrimonio exclusivo de Etruria y ni siquiera de Italia, ya que contemporáneamente se desarrolla también en Grecia y en general en todo el Mediterráneo, sin que ello implique necesariamente una invasión generalizada procedente de Oriente.

Asimismo los datos de la tradición son enormemente artificiales, respondiendo a presupuestos ideológicos más que a hechos reales. Por otra parte, la identificación de los TYRSENOI con los TRS.W de las inscripciones jeroglíficas egipcias es sumamente dudosa, por no decir imposible, como ocurre en general con los otros étnicos mencionados en dichos inscripciones, salvo los JQJWS.W y los PRST.W, identificados respectivamente a aqueos y filisteos.

Tan sólo las relaciones lingüísticas y onomásticas con la inscripción de Lemnos y con ambientes lingüísticos de Asia Menor parecen ser un argumento de cierto peso, aunque todavía existen grandes dificultades de interpretación.

La teoría septentrional es la más débil, pues ni la arqueología ni la epigrafía proporciona argumentos seguros. Ciertamente la presencia de elementos etruscos en la región alpina es un hecho constatado, pero no se refiere a la época de los orígenes sino a momentos muy posteriores, cuando como consecuencia de las invasiones celtas de finales del siglo V a. C., grupos de etruscos establecidos en el valle del Po huyeron hacia las montañas del norte.




Finalmente, la opinión que defiende la autoctonía de los etruscos tampoco está exenta de dificultades, comenzando por el propio texto de Dionisio de Halicarnaso. Según D. Musti, Dionisio pretendía privar a los etruscos del "título de nobleza" que automáticamente les confería el ser descendientes de un pueblo oriental de cultura elevada, honor reservado a los latinos y a la propia Roma, y para ello nada mejor que hacerles autóctonos de Italia.

En cuanto a los argumentos epigráficos y arqueológicos, nada hay más falso no solamente en el método empleado, sino también y más evidente en los hechos constatados, pues entre otras cosas los itálicos son inhumantes, no incinerantes como se pretende.

En la actualidad el problema no se plantea en términos de invasión sino sobre todo de formación, según las propuestas avanzadas ya hace tiempo por M. Pallottino y F. Altheim y aceptadas hoy día por la mayor parte de los etruscólogos. 

En efecto, los datos a disposición indican una continuidad muy clara entre la Edad de Bronce y la sucesiva del Hierro, sin ninguna interrupción brusca que puede denunciar la entrada masiva de un nuevo pueblo en Italia en las postrimerías del segundo milenio. Mucho más difícil, por no decir imposible, sería colocar tal invasión en el siglo VIII a. C., coincidiendo con los comienzos de la cultura orientalizante.

La nación etrusca nació y se formó en el territorio de la propia Etruria, y aunque no puede rechazarse a priori la inclusión e influencia de elementos alógenos, hunde sus raíces en las culturas de la prehistoria italiana. 


José Martínez-Pinna: EL PUEBLO ETRUSCO


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(*)  Rhætia llegó a ser una provincia romana, extendiéndose desde el lago de Constanza hasta el río Eno. 

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