EL CULTO A DIONYSOS
Para que se revele benéfica, esta Potencia del desconcierto, cuya irreprimible exuberancia y dinamismo invasor parecen amenazar el equilibrio de la religión cívica, es necesario que la ciudad acoja a Dionysos, lo reconozca como suyo y le asegure un lugar en el culto público, al lado de los otros dioses.
Celebrar solemnemente con la comunidad entera las fiestas de Dionysos; organizar para las mujeres una forma de trance controlado, dominado, ritualizado, en el marco de thiases o thiasos (*) oficializadas y promovidas a instituciones públicas; desarrollar para los hombres -a través de la alegría provocada por el vino y la embriaguez, el juego y la fiesta, la mascarada y el disfraz- la experiencia de un extrañamiento del curso normal de las cosas; fundar, finalmente, el teatro en cuya escena se corporiza y se anima la ilusión, y lo ficticio se presenta como si fuera realidad.
En todos los casos se trata, integrando a Dionysos en la ciudad y en su religión, de instalar al Otro, con todos sus honores, en el centro del dispositivo social.
Plenitud del éxtasis (literalmente, "estar fuera de sí"), del entusiasmo (palabra que significa tener a la divinidad en nuestro interior), de la verdadera pasión (pathos: sensibilidad), ciertamente, pero también bienestar del vino, de la fiesta, del teatro; placeres del amor, exaltación de la vida en lo que implica de alumbramiento y de imprevisto, alegría de las máscaras y del disfraz, felicidad de lo cotidiano.
Dionysos puede aportar todo esto si los hombres y las ciudades aceptan reconocerlo. Pero en ningún caso llega para anunciar una suerte mejor en el más allá. No preconiza la huida del mundo, no predica el renunciamiento ni pretende preservar las almas con un género de vida ascético para el acceso a la inmortalidad.
Actúa para hacer surgir, desde la vida de este mundo, alrededor de nosotros y en nosotros, las múltiples figuras de lo Otro. Nos abre, en esta tierra y en el mismo marco de la ciudad, el camino de una evasión hacia una desconcertante extranjería. Dionysos nos enseña y nos fuerza a convertirnos en otro distinto del que somos de ordinario.
Sin duda, es esta necesidad de evasión, esta nostalgia de una unión completa con lo divino lo que, más todavía que el descenso de Dionysos al mundo infernal para buscar a su madre Semele, explica que el dios haya podido encontrarse asociado, a veces muy estrechamente, a los misterios de las dos diosas eleusinas.
Cuando la esposa del arconte-rey parte a celebrar sus bodas con Dionysos, es asistida por el heraldo sagrado de Eleusis, y en las Leneas, posiblemente las fiestas áticas más antiguas dedicadas a Dionysos, el portador de la antorcha de Eleusis eleva la invocación, coreada por el público: "Iacchos, hijo de Semele".
El dios está presente en Eleusis desde el siglo V. Presencia discreta y papel menor en unos lugares donde no tiene templo ni sacerdote. Interviene en la forma de Iacchos, al que está asimilado y cuya función es presidir la procesión de Atenas a Eleusis durante los Grandes Misterios.
Iacchos es la personificación del jubiloso grito ritual, lanzado por el cortejo de las mystes (místicas o iniciadas en el culto), en un ambiente de esperanza y de fiesta. Y en las representaciones de un más allá, del cual los fieles del dios de la manía (locura divina) apenas parecen preocuparse en esta época (excepción hecha, tal vez, del sur de Italia), se ha podido imaginar a Iacchos conduciendo bajo tierra el coro de iniciados, como Dionysos capitanea en el mundo la thiasos de sus bacantes.
Jean Pierre Vernant: MITO Y RELIGIÓN EN LA GRECIA ANTIGUA
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(*) En la mitología griega, el thíasos (θίασος) designaba a una comitiva extática que seguía a Dionysos y descrita frecuentemente como un grupo de juerguistas borrachos. En los vasos cerámicos y en los bajorrelieves se observan como miembros de un thíasos a solitarias mujeres agitando el tirso (vara adornada con hojas de hiedra y parra, rematada con una piña en la punta).
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