LOS ETRUSCOS Y EL MÁS ALLÁ
Más que ningún otro pueblo del mundo, el pueblo etrusco se ocupó ansiosamente del destino de los muertos y del mundo del Más Allá. Aunque no hemos conservado ni el más pequeño fragmento de los Libros aquerónticos que contenían la doctrina acerca de tal misterio, esta ansiedad y este interés siguen vivos a nuestros ojos gracias al excepcional cuidado con que los etruscos construyeron sus tumbas y a los numerosos testimonios que nos proporcionan el arte y la artesanía etruscas.
Casi todas las cosas que conservamos de ellos fueron para uso funerario.
La actitud de un pueblo ante la Muerte y las creencias acerca de tal cuestión evolucionan con el tiempo, tanto por una propensión natural del espíritu humano como por la labor de la Historia y las circunstancias.
Los monumentos escultóricos y las fuentes antiguas nos permiten discernir una evolución indudable; los etruscos, como todos los pueblos de la Antigüedad, creyeron incontestablemente en la vida después de la muerte.
Pero esta nación parece haber incluido cierta inseguridad respecto del modo exacto de supervivencia. ¿Seguía viviendo el muerto en su tumba, o se iba a un ámbito determinado en donde vivía con los demás muertos?
En realidad, las dos concepciones -aunque contradictorias- no parecen haberse excluido mutuamente. El cuidado prestado a los sepulcros como vivienda eterna demuestra que en forma más o menos vaga se admitía que el muerto debía vivir en su tumba. Por eso se le rodeaba de todos los objetos propios a la vida: vasos, diversos utensilios, peines, joyas. Por eso se alegraba su tumba con pinturas y esculturas que representaban escenas de cacería, danzas, banquetes.
Las ofrendas y los sacrificios sustentaban al muerto en su otra vida. Como faltaba la fuerza vital a este ser que ya no era más que la sombra de sí mismo, tenía necesidad, para adquirir nuevo vigor, del vino de las libaciones, de la sangre y la carne de los sacrificios.
Se celebraban en períodos determinados festines fúnebres que reunían a la familia en torno a sus difuntos, de los cuales se suponía que también participaban en estas ceremonias festivas.
Pero desde la época más lejana ya se suponía generalmente que la supervivencia del muerto no se detenía con la tumba. En unas placas pintadas que se encontraron en Cerveteri, que datan de mediados del siglo VI, nos encontramos la imagen de una joven muerta con ojos entrecerrados que es llevada por un genio al otro mundo.
No es posible precisar su localización, pues los etruscos conocieron en este respecto los mismos titubeos que los demás pueblos: isla de los Bienaventurados, situada allende el Océano, continente de antípodas y, en la mayoría, de los casos, la vasta caverna situada en el centro de la tierra.
Son numerosas las estelas, las urnas y los cipos funerarios que, durante los seis siglos que duró el arte figurativo etrusco, representan el viaje de un difunto a los infiernos. Al principio es un viaje a pie, con un vestido muy sencillo. Después se ve al difunto, acompañado por demonios y genios, montado sobre un caballo, como sucede en la Tumba Campana de Veies.
Finalmente, el muerto entra en los infiernos en un carro tirado por caballos y escoltado por demonios. Mucho menos frecuente es el viaje por mar, y entonces se resuelve situar a los infiernos en una isla allende el Océano.
En ese caso, un delfín o un hipocampo es el encargado de transportar al muerto, de aspecto tranquilo y enigmático. Estos modos distintos de transporte se siguen utilizando al mismo tiempo, obedeciendo a la preferencia de la familia del difunto, o quizá al rango social del último.
En la época helenística, los altos magistrados y los ricos casi no viajan más que en carro, pero este aspecto de la cuestión es realmente de poca importancia. Los personajes poderosos debieron de preferir el viaje por mar o a caballo, y los pequeños burgueses debieron insistir en su litera.
Parece que los etruscos no concibieron originalmente a la muerte como un ascenso del alma a los cielos. Indudablemente, no fue sino hasta una época tardía, y bajo las influencias orientales y griegas, cuando surgió entre ellos la creencia que se manifiesta en un pasaje de los Libros aquerónticos que refiere Arnobio, según el cual "gracias a la sangre de ciertos animales ofrecidos en sacrificio a ciertos divinidades, las almas se vuelven divinas y se sustraen a las leyes de la condición mortal".
Son aquellas almas que, en vez de ir al Infierno, son objeto de apoteosis y suben al Cielo para vivir allí en las regiones sublunares.
Según documentos de incierta interpretación, la creencia etrusca en la apoteosis se remontaría al siglo I a. C. Sin embargo, no existe ninguna prueba fehaciente que confirme esta afirmación.
La aplastante mayoría de las pinturas, esculturas y otras obras de arte permiten suponer que, aun en el caso de que una élite etrusca haya podido elevarse a esta concepción, la generalidad se contentó con las creencias tradicionales de un Infierno subterráneo.
Alain Hus: LOS ETRUSCOS
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