LA MADRE TIERRA - Mircea Eliade

 Que los humanos hayan sido engendrados por la Tierra, he ahí una creencia universalmente generalizada. Basta con hojear algunos libros que tratan de este tema.

En numerosas lenguas, se dice del hombre que es "nacido de la Tierra" (canciones rusas, mitos de los lapones y de los estonios, etc.).

Se cree que los niños vienen del fondo de la Tierra, de las cavernas, de las grutas, de las hendiduras, pero también de los mares, de las fuentes, de los ríos.

Bajo forma de leyenda, de superstición o simplemente de metáfora, creencias similares sobreviven todavía en Europa. 

Cada región, y casi cada pueblo o ciudad, conoce una roca o una fuente que "traen" a los niños. 

No vayamos a creer que estas supersticiones o metáforas no son más que explicaciones para niños. La realidad es más compleja. Hay una experiencia mística de la autoctonía (pertenecer a la tierra propia), el sentimiento profundo de que uno ha emergido del sueño, que ha sido alumbrado por la Tierra del mismo modo como la Tierra ha dado nacimiento, con fecundidad infatigable, a rocas, ríos, árboles y flores. 

Es en este sentido que debemos comprender la autoctonía: cuando uno se siente pertenecer a las "gentes del lugar", este es un sentimiento de estructura cósmica que supera en mucho la solidaridad familiar y ancestral (la tierra de nuestros ancestros).

Sabemos que en numerosas culturas el padre desempeñaba un papel borroso. Se limitaba a legitimar el hijo, a reconocerlo.

Mater semper certa, pater incertus. Y esta situación se prolongó durante largo tiempo. En la Francia monárquica se decía: "El Rey es el hijo de la Reina".

Pero esta situación, en sí misma, no era original: por cuanto la madre no hacía más que recibir al hijo. Innumerables creencias nos enseñan que las mujeres se embarazan cuando se arriman a ciertos lugares: rocas, cavernas, árboles, ríos.

Las almas de los niños penetran entonces en su vientre y las mujeres entonces conciben. Cualquiera fuese la condición de esas almas-niños, sean o no almas de antepasados, una cosa es segura: para encarnarse, han esperado, ocultas en alguna parte en las hendiduras, en los surcos, en las charcas, en los bosques. Vivían entonces una especie de existencia embrionaria en el seno de su verdadera Madre, la Tierra. De ahí es de donde proceden los niños.

De ahí, según otras creencias aún vivas entre los europeos, de donde los traen ciertos animales acuáticos: los peces, las ranas y los cisnes particularmente.

Es así como este recuerdo oscuro de una pre-existencia en el seno de la Tierra tuvo sus consecuencias considerables: ha creado en el hombre un sentimiento de parentesco cósmico con el medio que lo rodea. Podríamos, incluso, decir que, en ese momento, el hombre tenía menos la conciencia de pertenecer a la especie humana que el sentimiento de una participación cosmo-biológica con la vida de su medio.




Sabía, ciertamente, que tenía una "madre inmediata", a quien veía todos los días junto a él, pero también sabía que procedía de más lejos, que había sido traído por los cisnes o por las ranas, que había vivida en las cavernas y en los ríos. Y todo eso ha dejado huellas en el lenguaje: los romanos llamaban al bastardo terrae filius (hijo de la tierra). Los rumanos lo denominan aún hoy el "niño de las flores".

Esta suerte de experiencia cosmo-biológica fundaba una solidaridad mística con el lugar, cuya intensidad se prolonga todavía hasta nuestros días en el folklore y en las tradiciones populares. La madre no hacía más que perfeccionar la obra de la Tierra-Madre.

Y a la muerte, el gran deseo era el de reencontrar la Tierra-Madre, de ser enterrado en el suelo natal, ese "suelo natal" del que ahora adivinamos el profundo significado. De donde el miedo de tener sus cenizas enterradas en otra parte; de donde, sobre todo, la dicha de reintegrarlas a la "patria", dicha que traicionan a veces las inscripciones sepulcrales romanas: "Aquí ha nacido, aquí ha sido depositado", "Aquí donde había nacido, aquí deseó volver".

La autoctonía perfecta comprende un ciclo completo, del nacimiento a la muerte. Es preciso retornar a la Madre. 


Mircea Eliade: MITOS, SUEÑOS Y MISTERIOS

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