LA APARICION DE DIOSES ORIENTALES EN ROMA

 

Las marcha triunfal que llevó a los dioses y cultos orientales a Roma se había iniciado a fines del siglo III a.C.

Vacilante primero, con un torrente cada vez más rápido y ancho después, penetró el mundo extraño para finalmente suplantar por completo la religión heredada de Roma.

Éste es el cuadro que suele presentarse, pero necesita más de una corrección.

En muchos aspectos, la idiosincrasia romana supo resistir a la embestida. Siempre se introducían esenciales modificaciones en los rituales de los dioses importados. 

En la época de Augusto se registró una decidida reacción contra las religiones orientales. Hasta el siglo III d.C. la forma romana se defendió victoriosa.

Además, aquella marcha triunfal no era un movimiento homogéneo. Egipto y Asia Menor, Siria, Irán y Mesopotamia eran países que tenían cada uno su carácter y mentalidad propios.

Y así como se distinguían los países y los pueblos, también lo hacían los dioses. Además, a veces se destacaban unos, a veces otros. Y sobre todo aparecían en una sucesión bien determinada.

Dioses de Egipto y Asia Menor reinaron en los dos primeros siglos del imperio. Iris y Serapis, luego Cibeles, eran los primeros en jerarquía. Tenían sus templos en la ciudad de Roma y se los encuentra grabados sobre las monedas.




Llama la atención de que los amados de ambas diosas permanecieran en un segundo plano. A Atis lo encontramos pocas veces, a Osiris nunca. En ambos casos se descubre una actitud conservadora, ya que los amoríos habían sido ajenos a los dioses de la religión romana. Se respondía con esenciales reducciones en los cultos foráneos. Sólo hacia fines del siglo II el cuadro empezó a cambiar.

Es cierto que antes los dioses egipcios alcanzaron, bajo los Severos, un nivel de renovada importancia. Parecían estar en el apogeo de su influencia.

Ya Septimio Severo (193-211) dedicaba su atención a Serapis. En un viaje a Egipto que le impresionó profundamente, visitó el mundialmente famoso templo del dios, en Alejandría. Se hizo representar en la imagen de Serapis, lo que ningún emperador había osado hacer antes de él.

Caracalla siguió el ejemplo de su padre. Nuevamente estaba Serapis en el centro. El emperador se hallaba en el templo de este dios cuando entregó la ciudad de Alejandría a la matanza y al saqueo de sus soldados.

A Serapis consagró la espada con la que había dado muerte a su hermano Geta. En el Quirinal de Roma se levantó al dios egipcio un templo cuya suntuosidad superaba todo lo hasta entonces conocido. 

Una inscripción menciona a Caracalla como Philosarapis; otra habla del "Dios único Zeus Serapis Helios", del "invencible Señor del Mundo".

A primera vista, todo esto parece una continuación de lo que había caracterizado a los dos primeros siglos del imperio. Y, sin embargo, había algo nuevo.

(continuará)

FRANZ ALTHEIM: EL DIOS INVICTO

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