LA INFORMANTE
Tristes tareas de buchona. La mandaban a entreverarse a la facultad, por ejemplo, a detectar enemigos. Era como ellos, participaba de reuniones, informaba luego por escrito y le entregaba en cualquier calle el sobre a un control que la atendía.
Y podía desaparecer, aparecer después en el mismo ámbito y ser aceptada porque nunca -como buena Federica(*)- dejaba una señal. Ni la menor posibilidad de una sospecha.
Era perfecta: cuando por sus informes algún compañero caía preso, era la que mostraba mayor combatividad, organizaba petitorios, manifestaciones. Siempre se cubría. Y la mandaban a las conferencias, mesas redondas, a la feria del libro, a concentraciones, participaba de las movilizaciones de las juventudes y siempre pasaba su parte informativo, delaciones legítimas que pasaba en su casa alquilada en Pompeya, donde vivía con su madre y una tía enferma de artero-esclerosis.
Y no pisaba jamás el Departamento de la calle Moreno (sede central de la Policía Federal Argentina), ni siquiera una comisaría de barrio. La llamaba un control por teléfono o llamaba ella a alguien de rostro desconocido y pasaba su número, un código, para que la contactaran.
Y hasta su sueldo, bastante magro, lo cobraba en los cafés, u otro sérpico se lo acercaba en una plaza o caminando por la calle.
Stress o crisis vocacional, pero lo cierto era que la Federica vivía harta de los sobres, de los que entregaba con su información y de los que recibía con instrucciones.
Vivía harta, también, de los controles, pero su destino era convivir con la carencia de privacidad y ya no podía escaparse, soñaba con desligarse de la policía pero era casi imposible, conocía demasiados mecanismos, se había metido casi sin quererlo en la trampa de una red.
Podrían darle una licencia, y hasta prolongada y con sueldo, pero la baja no. Y en el supuesto caso de conseguirla debería convivir con algo peor, la vigilancia como producto de una sospecha.
¿En qué lugar iba a estar mejor que en la Policía? Se convertiría en otra causante (de seguimiento) más. Y de un tiempo a esta parte, cuando cumplía con su deber y delataba a tipos que tal vez creían en ella, se sentía horriblemente, de manera que no podía tener derecho al afecto, no podía estimar, ni entregarse, ni confiar. Debía anteponer tácitas barreras y acostumbrarse a mantener apenas relaciones ocasionales.
Pero pobre Federica, tampoco podía recibir afecto, con lo que lo necesitaba. Tenía 27 años, y andaba en el oficio desde los 19, y a veces se miraba en el espejo -tenía obsesión por los espejos- y le parecía que había adquirido el rostro, el aspecto, la mirada inconfundible de una botona, pero que todavía solamente ella podía captar.
Jorge Asís: Partes de inteligencia
-----------------
(*) Denominación popular para referirse a un miembro de la Policía Federal.

Comentarios
Publicar un comentario