EL CONFLICTO ENTRE EL PAPADO Y EL REY DE FRANCIA EN EL SIGLO XIV

 

Mientras las interminables procesiones de peregrinos que se dirigían a Roma parecían presagiar una Edad de Oro para el Papado, el desafío definitivo a su predominio se fraguaba en Francia.

El choque se produjo por una cuestión de dinero, no por alguna abstrusa discusión sobre la fe, ni por ninguna dignidad herida. Pero sirvió igualmente para derribar a Bonifacio.

El rey de Francia era Felipe IV -el Bello, como lo llamaban sus aduladores, pues poseía una gran belleza física, aunque, al parecer ahí se quedaban sus virtudes. 

Villani describe bastante exactamente el carácter de Felipe con esa mirada fría y florentina tan típica en él. Concedía que el rey era un cumplido caballero, pero buscaba desordenadamente los placeres. Amaba la caza por encima de todo, y permitía que otros utilizaran su poder para gobernar su reino. Generalmente estuvo influido por los malos consejos y de ahí los muchos peligros que tuvo su reinado. En su lecho de muerte, al repasar su tormentosa y desastrosa vida, Felipe refrendó el veredicto del florentino: "El mal consejo ha sido mi ruina".

El dinero fue el origen de sus problemas con el papa Bonifacio. Felipe necesitaba dinero para mantener su supremacía en un país destrozado aún por las luchas feudales. Necesitaba dinero para financiar guerras contra nobles casi tan poderosos como él, dinero para continuar la inacabable guerra contra Inglaterra. 




Probó varios procedimientos, desde rebajar la ley de la moneda hasta aumentar los tributos. Pero los nobles estaban exentos. Y fue el pueblo de Francia el condenado a pagar, a entregar un décimo, un cuarto, un medio de sus mezquinos ingresos, o a producir más para financiar una corte extravagante y una guerra que estaba desangrando al país.

Los juristas que rodeaban al rey idearon medios aún más ingeniosos para extraer riqueza. A fin de de que se aplicaran su decretos, se creó un cuerpo de feroces recaudadores de impuestos que provocaron más odios que los soldados del rey enemigo.

Era inevitable que Felipe volviera su mirada hacia el inmenso depósito de riqueza que era la Iglesia de Francia. Bonifacio le había dado un provechoso precedente al desviar los fondos destinados a las cruzadas hacia la financiación de una guerra privada.

Felipe, además, podía alegar con justicia que el dinero obtenido por los sacerdotes franceses debía emplearse en la defensa de Francia. Empezó a ordeñar las enormes riquezas de la Orden Cisterciense. 

Como todos los monjes, los abades cistercienses sólo tenían un superior: el papa en persona. Por tanto, pasaron por encima de los obispos de Francia y protestaron directamente ante Bonifacio.

Bonifacio respondió con su método favorito: una atronadora bula en la que desplegaba sus vastos conocimientos legales para conseguir impresionantes efectos. La bula empezaba por admitir lo que todo el mundo sabía hacía años: que los seglares alentaban una profunda y creciente hostilidad hacia los clérigos. Por tanto, tenía el deber de proteger a sus hijos, y prohibía, bajo la amenaza de excomunión, cualquier intento de extraer cualquier forma de dinero de cualquier clérigo sin el permiso directo de la Santa Sede.

Felipe devolvió inmediatamente el golpe. El día anterior al de entrada en vigor de la bula, sus abogados promulgaron un decreto prohibiendo la exportación de dinero en cualquier forma o con cualquier propósito, y la residencia de extranjeros en el país.

Aquello era un golpe doble para Bonifacio: le privaba automáticamente de los ricos ingresos de la Iglesia francesa y los funcionarios de su curia en Francia se convertían en residentes técnicamente ilegales.

(continuará)


E. R. Chamberlin: LOS MALOS PAPAS

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