EL CONFLICTO ENTRE EL PAPADO Y EL REY DE FRANCIA EN EL SIGLO XIV (2ª parte)
Debajo de aquella disputa entre el Papado y Felipe el Hermoso por dinero, latía un problema más importante. Europa está despertando de un sueño de siglos, pero la forma que estaba adoptando era completamente distinta de la que había conocido antes.
El último de los grandes emperadores llevaba más de un siglo en la tumba, y los vastos territorios que un día formaron un imperio se rompían en naciones-Estado permanentes.
Algunas, como Inglaterra, ya habían encontrado su centro, y con él su identidad. Otras, como Francia, estaban buscando todavía el suyo. La guerra con Inglaterra era una manifestación de que la nueva nación francesa quería definirse y defender lo suyo.
La lucha con Bonifacio VIII fue otra expresión, ésta más profunda, des ese nacionalismo. La batalla se desarrolló fundamentalmente en un árido terreno legal enfrentando a Bonifacio, el gran jurista, con los abogados, de menor talla pero a pesar de eso formidables, agrupados alrededor de Felipe. La cuestión debatida era bien simple: ¿Había un único señor de Europa?
Tras la promulgación de la bula, tanto Bonifacio como Felipe vacilaron a la hora de emprender acciones irremediables. El papa redujo el impacto de su bula en cartas posteriores, y el rey no insistió en la cuestión de dinero. Pero los dos tenían un carácter demasiado parecido para llegar a su arreglo permanente basado en el compromiso.
Durante los tres años siguientes, Felipe intervino una y otra vez en asuntos franceses que afectaban la jurisdicción de Roma: el arresto de un obispo acusado de traición, la confiscación de fondos franceses que habían pasado por los cofres de la Iglesia.
En el mes de diciembre de 1301, Bonifacio reactivó la dormida bula que prohibía imponer tributos a los eclesiásticos, y acto seguido convocó a los obispos franceses para que comparecieran ante él en Roma "para tomar consejo tocante a los excesos, crímenes y actos de violencia cometidos por el rey de Francia y sus oficiales" sobre la Iglesia.
Los obispos, acorralados entre el rey y el papa, pero con su lealtad inclinándose ya hacia el lado nacionalista, intercedieron ante su furioso superior para que, si era posible, rebajara sus demandas.
Pero no era posible. Aquel mismo mes, Bonifacio despachó otra bula que repelía punto por punto sus pretensiones. Se planteaba que el poder del Papado es superior a cualquier otro y desafiarlo es invitar al interdicto, o sea, a la muerte económica, social y espiritual.
Felipe replicó con una sarta de insultos bastante infantil.
Bonifacio, que no era hombre que aceptara impasible las afrentas, le contestó: "Nuestros predecesores han depuesto a los tres reyes de Francia. Sabed que ahora os depondremos como a un mozo de establo si fuera necesario."
Volvió a convocar a los obispos, y esta vez bajo amenaza de excomunión. Felipe, a su vez, convocó un concilio para airear ante las miradas de toda Francia, de toda Europa, los crímenes de Bonifacio: simonía, sodomía, parricidio, nepotismo, herejía; un vil catálogo que ni siquiera la violencia de la pugna podía justificar.
Se dice que Bonifacio recibió la acusación de herejía con una sonrisa: "Éramos buenos católicos mientras favorecíamos la causa del rey Felipe".
La disputa se agudizó rápidamente. Felipe amplió su llamada, se volvió de los abogados al pueblo, convirtiendo su lucha personal en una causa nacional.
En abril de 1302 se reunieron los Estados Generales, primera asamblea efectiva de los Tres Estados, es decir, de la nación francesa en pleno.
Los clérigos, arrastrados por la corriente, se alinearon con el rey y descargaron sus ataques contra Bonifacio desde los púlpitos de las iglesias. No todos consideraron prudente separarse de Roma.
45 obispos y abades asistieron en noviembre al tantas veces pospuesto concilio. En él sonó el último toque de clarín en favor de la monarquía papal, tal como la concebía Bonifacio: la gran bula UNAM SANCTAM.
Aquel fue el supremo esfuerzo de Bonifacio como jurista. No decía nada nuevo, ya que desde que el Papado se había convertido en un poder independiente del emperador y de Roma, grandes y pequeños papas habían actuado sobre la base de que detentaban tanto las llaves como la espada.
Pero UNAM SANCTAM declaraba explícitamente lo que hasta entonces había sido algo implícito: "Es necesario para la salvación que todas las criaturas humanas sean súbditos del Romano Pontífice".
En las manos del papa estaba el poder temporal sobre toda la Tierra. Él podía delegarlo, y lo delegaba en monarcas y príncipes, pero también podía retirarlo, y lo retiraría cuando lo considerase conveniente.
En febrero de 1303, un grupo de franceses se reunió secretamente, a petición del rey, para preparar ciertos planes. El jefe del grupo era un jurista autodidacta, Guillermo Nogaret, que había alcanzado tan alta posición gracias sobre todo a su infatigable dedicación a la salud financiera del rey.
Nogaret era el responsable del indigno ataque que el rey había desencadenado contra Bonifacio en el consejo real del año anterior. Se aludía a la posibilidad de recurrir a la violencia. Los conspiradores habían invitado a la reunión a un experto italiano, "Sciarra" Colonna, superviviente de la guerra santa de 1298.
(continuará)
E. R. Chamberlin: LOS MALOS PAPAS
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